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Cazando quimeras

Haimi Snown Escritora de romántica y fantasía

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domingo, 4 de diciembre de 2016

Diciembre OFERTA DUAL



Empiezo con una disculpa y con una explicación. 
Desde que empecé el blog con mis dos amigas escritoras, nuestros propósitos han cambiado. El tiempo nos demostró que no podemos hacerlo todo. Nos centramos en lo que más nos gusta, y esto es escribir. Me disculpo por haber desaparecido.
Recupero el blog, pasaré por aquí para compartir lo que considero importante, en la medida en que el tiempo vaya a permitírmelo, pero no me ocuparé de reseñas. 

En esta entrada hablaré de diciembre y de DUAL.
Diciembre es “mi viernes del año”, un mes que adoro por muchas razones. Y a pesar de su finalidad comercial, de que todo el mundo habla de regalos, me gusta eso. Me gusta recibir regalos, hacer regalos, y sobre todo, me gusta que pueda dedicarme a familiares, amigos, a leer y a ¡escribir!
En diciembre DUAL se puede encontrar a un precio especial en digital y papel. Bajé el precio de ambos formatos tanto como Amazon me lo permitió. De ese modo intento hacer un regalo y, a la vez, regalarme algo a mí misma. El hecho de que mis historias encuentren nuevos lectores es el mejor regalo. Puedes encontrarlo aquí:
España 
Internacional 
México 
Dejo los primeros dos capítulos:

Capítulo 1


—¿C

ómo estamos hoy? ¿Tenemos un feliz y tranquilo día?
Ailyne Varper abrió los ojos al escuchar la voz, pero los cerró unos segundos después cuando las persianas se corrieron de forma automática. La luz cegadora de la mañana irrumpió en el cuarto, acosándola sin piedad.
—Una existencia tranquila del individuo implica el bienestar social de los otros. El respeto debe ser mutuo…
—Tengo un feliz y tranquilo día —dijo Ailyne mirando el techo con los párpados aún entrecerrados, procurando que el ánimo se notara en su declaración. Sabía que la computadora no iba a parar hasta que no tuviera la respuesta, así como que ya había contado los latidos de su corazón y evaluado el matiz de su voz. Sonrió para dar énfasis a las palabras, aunque los movimientos del rostro no estaban registrados.
—Me alegra oírlo. Espero que siga igual el día entero —acabó la máquina.
Ailyne se incorporó, preocupada en no perder más de los minutos permitidos. Si lo hacía, esta volvería a hablar y acabaría por estropearle el «feliz y tranquilo día». De camino hacia el cuarto de baño hizo un apunte mental para hablar con su padre y sugerirle que cambiara la voz a periodos determinados. Cansaba despertarse veinticinco años con el sonido de la misma.
¿Qué color habrían elegido para ese día?, se preguntó después de acabar la ducha higiénica. Esperaba que no fuese otra vez el blanco. Resaltaba su cabello azabache, pero lo habían escogido tantas veces en el último mes que había llegado a hartarse. La pantalla con las instrucciones obligatorias de la jornada le dijo que el Computador Central había optado por el color rojo. Era una buena noticia.
—¡Bien! —exclamó contenta.
Necesitaba energía y aunque no podía reconocerlo en voz alta, secretamente, había comprobado que los colores vivos se la proporcionaban. Su agenda no tenía huecos durante las siguientes diez horas y tenía que acabar por adelantado el trabajo para poder tomar el vuelo hacia Reborn 15.3. Esperaba con impaciencia la conferencia sobre los nuevos métodos de colección y restauración de los datos perdidos.
Ailyne examinó su monstruoso guardarropa, estudiando con los ojos entornados los trajes colocados de tal modo que formaban la imagen de un arcoíris. De la paleta de colores faltaba el gris, reservado solo para los empleados, pero no la importaba la omisión, no le tenía mucho cariño a ese tono. Se imaginó qué pasaría si un día decidiera incumplir las normas y se vistiese en una gama cromática diversa. Descartó la absurda idea de inmediato. No estaba segura cuáles eran los castigos, ya que jamás se había atrevido a romper las normas.
La Ley de las Luces y Colores había aparecido mucho antes de que ella naciera con el propósito de acabar el círculo vicioso formado por ojos y cabeza. Cualquier molestia ocular tenía consecuencias cerebrales y acababa por modificar el comportamiento de un individuo. Ailyne era bibliotecaria regional y se había documentado sobre el tema. Tenía acceso a los archivos antiguos y creía que las señoritas del siglo XXI se veían elegantes incluso con las combinaciones picantes de los atuendos que llevaban en aquellos tiempos. Otra opinión que debía mantener secreta, se dijo mientras se ponía los guantes de seda.
Antes de salir le envió un besito al espejo de cuerpo entero. Llevaba la mitad del cabello recogido en la coronilla y el resto le caía ondeante sobre la espalda. A pesar del único color, la túnica le encorsetaba el tronco andrógino y la falda combinada con los zapatos de tacón evidenciaban sus fantásticas piernas. Con un poco de crema se había tintado los labios, y todo el conjunto resaltaba su piel cremosa.
En cuanto abandonó el edificio, vio que el chófer la esperaba, como cada mañana a la misma hora. Los miembros de la ilustre familia Varper no conducían solos, aunque los peligros eran inexistentes en la metrópoli.
Agradecía que su padre le hubiese permitido trabajar. Cuando le había avisado que tenía la intención de solicitar el empleo, había querido subirle la renta mensual de EMP, para no denigrar el nombre de la familia con la noticia de que estaba buscando un trabajo. Pero Ailyne no necesitaba más EMP. Estaba sedienta de información. Había acabado las clases de historia aplicada en la Universidad Colonial de Nueva Europa con más preguntas que respuestas, y la Biblioteca Colonial era el único lugar donde tenía la oportunidad de alimentar su sed de conocimiento.
—Gracias, Mío. —Sonrió al chófer cuando este cerró la puerta del vehículo, y se acomodó en el lujoso asiento, pensando que el apodo había sonado extraño.
«El aire influyó en mi voz», se dijo.
Nunca se había cuestionado el asunto de que todos los empleados se llamasen igual: Mío y Mía. De ese modo tenían asegurado el respeto y se evitaban situaciones incómodas como las que podrían aparecer cuando olvidaban sus nombres reales. También ayudaba a identificarlos y saber a qué casa pertenecían; cada Mío tenía como apellido el de su contratista.
Cuando el coche se puso en marcha, Ailyne esperó a que concluyera el camino, que no duraba más de quince minutos. El trayecto pasaba por al lado del Parque de las Margaritas, y aunque los abetos impedían la vista, cerraba los ojos y se imaginaba el campo lleno de flores. La sensación de serenidad era instantánea y ese era el motivo por el cual visitaba el parque cada vez que el tiempo se lo permitía.
El pitido del equipo de comunicaciones interrumpió sus pensamientos. En la pantalla del reloj que llevaba apareció la cara de su jefe, AJ, y Ailyne apretó el botón para aceptar la llamada.
—Buenos días, patrón —saludó, a sabiendas que el título lo fastidiaba. La superaba en edad por unos meses y sostenía un ambiente de trabajo amigable, no le gustaban las formalidades impuestas por la sociedad.
Para su sorpresa, AJ hizo caso omiso a su intento de insulto, cumplió con las normas, y le contestó como era debido.
—Señorita Varper, buenos días. Sabía que a estas horas debería encontrarse en la limusina y quisiera pedirle que se detenga unos momentos para recoger un encargo.
Ailyne frunció las cejas ante el tono de voz preocupado de AJ. Llevaba tres años trabajando con él y reconocía cada alteración de su timbre vocal. Teniendo en cuenta las extrañas circunstancias, pensó que debía responder con la misma seriedad.
—Por supuesto, señor Cranke.
Apuntó la dirección e informó a Mío de la parada. No le extrañó que el paquete viniera de parte del Legado de Defensa; ellos trabajaban para todos los Legados, almacenando los datos de las dos Colonias.
No obstante, cuando llegó al trabajo, la expresión en el rostro de AJ la contrarió.
—¿Eso es sudor? —inquirió, desconcertada por las pequeñas gotitas que se asomaban sobre la frente de su jefe.
AJ se ayudó de un pañuelo para recomponerse mientras estudiaba cauteloso el alrededor.
Ailyne imitó su examen, sin observar algo fuera de lo normal. Se habían detenido ante la puerta de su oficina y a tres cubículos a la derecha se hallaba la de ella. Cada recinto estaba ubicado conforme con el grado obtenido, desde el más alto nivel en el centro a los insignificantes por los dos lados. Las cabezas de sus compañeros absortos en las tareas se observaban a través del cristal, pero el silencio era tan agudo que parecía consumir incluso el aire.
La reacción de AJ era asombrosa. La mayoría de los reborners se inoculaban para evitar las consecuencias de los fluidos corporales indeseados. Al menos, los que podían permitirse pagar el coste, y ellos dos entraban en esta categoría. No sudaban bajo ninguna circunstancia.
—¿Qué te pasa? —volvió a preguntar.
AJ la cogió por el codo y la empujó con delicadeza, al mismo tiempo que le quitó el paquete de las manos.
—Vamos a mi cubículo.
Ailyne lo siguió con curiosidad. Una vez que entraron, AJ apretó el botón que oscurecía los cristales.
—¿Para qué tanta prudencia? —interrogó ella de nuevo.
—El paquete es un proyectil —le respondió, mirando la caja con recelo.
Cogida por sorpresa, la mente inquieta de Ailyne se pobló con imágenes sangrientas de las guerras antiguas, pero la parte sensata descartó la idea de inmediato. La caja tenía tamaño pequeño, como casi todas las que recibían, y no pesaba nada. Suponía que contenía el disco con la información que debía ser almacenada en el sistema.
—¿Puedes explicarte, por favor?
AJ se sentó detrás del escritorio con movimientos calculados para ganar tiempo.
—Me arriesgo a darte acceso a esta información. Sabes que te aprecio y ahora mismo eres la única en la cual puedo confiar. También lo hago porque eres la hija de Adam. Te concedo con efecto inmediato el grado necesario —declaró con una mueca punzante, como si las palabras tuviesen el poder de dañarlo.
Ailyne tomó asiento en la otra silla.
—No puedo compartir tu preocupación hasta que no me cuentes de qué se trata.
—Está prevista la desintegración de Stray —la informó AJ, esperando su réplica que vino de inmediato.
—¿Por qué? —vociferó Ailyne. Enseguida arregló su falta y se calló, regañándose mentalmente por el descuido. Supuso que había perdido el control de su voz por la magnitud de la sorpresa—. Hace años que estamos en paz con ellos —comentó.
—Encontrarás los detalles en el disco y vas a entender por qué te elegí para el encargo. Es información de nivel cero.
Ailyne se dio cuenta de que el asunto era de lo más serio. Nunca había llegado a tener acceso a datos clasificados con el nivel cero, el del Sumo Comandante.
—¿Tú lo has visto?
—No, y para decirte la verdad, no lo deseo. Me han hecho el informe y me avisaron sobre el protocolo de seguridad.
—Cuando has dicho desintegrar, ¿significaba exactamente eso? Supongo que unos pequeños malentendidos se pueden resolver de modo amigable.
—Les ofrecen un ultimátum. Intentarán negociar, pero los dos sabemos que no finalizará bien —le explicó sin ganas AJ—. Tendrán un mes para decidir si quieren estar de nuestro lado.
—No entiendo por qué es necesaria una medida tan estricta. Aunque sean desleales a las Colonias, ya tienen su castigo. Los han aislado. Deben vivir mujeres y niños en la otra orilla del río.
AJ le transmitió su opinión mediante una mirada, después se lo explicó.
—Nuestras autoridades saben lo que hacen —dijo—. Todavía faltan años, pero se preparan para las fiestas del centenario. Desde el principio se pensó que las ciudades Stray no iban a durar tanto y que acabarán por ser parte de Reborn. Además, han aparecido pequeñas protestas y se desea mantener a la población contenta.
—¿Protestas?
—Los trabajadores bajos piden que se les permita ejercer sin el traje, aducen que pesa demasiado. Y algunas mujeres afirman que quieren elegir ellas mismas las características de los futuros niños, no el Banco de Estadísticas.
—Si trabajaran sin el traje podrían llegar a ser portadores de microbios, un peligro para todos nosotros, los de dentro. En cuanto a los niños, la diversidad es importante. Si dejásemos a la naturaleza hacer el trabajo, existiría el riesgo de avanzar en una dirección equivocada. ¿Cómo es que no fui informada sobre esto? —Ailyne se animaba a medida que hablaba y sus mejillas se bañaron con el matiz sanguíneo de la indignación.
AJ resopló fastidiado.    
—Al principio los datos fueron guardados en un nivel sin riesgo, pero después añadieron detalles. Sospechan que los astray se infiltran en Reborn. Una evaluación a fondo determinó que el fenómeno tiene una probabilidad muy alta de aumentar.
—¿Cómo llegan aquí los de Stray? Los filtros del puente y los muros de las montañas son imposibles de pasar.
—Hay rumores de que han descubierto un camino escondido a través de las montañas y han encontrado apoyo de este lado.
—¿Hay traidores entre nosotros? —Ailyne hizo la pregunta que ella consideraba retórica. Pensaba que todos los reborners estaban felices, pero AJ la contradijo.
—Parece ser que sí.
—Entonces la situación es grave y la medida correcta. Bien. —Ella zanjó el asunto, ya que no podía cambiar los hechos—. Ejecutaré primero este encargo y luego acabaré lo que tengo pendiente. Recuerda que no estaré los siguientes tres días.
—¿Tú conferencia? —AJ sonrió, tomando la misma decisión que ella: no involucrarse.
Ailyne no ocultó el entusiasmo que le inspiraba el nuevo tema.
—Sí. Y no te permito ridiculizarme. Cada vez se encuentran más datos perdidos después del meteorito y son impresionantes. Conocer el mundo de antes es significativo. Los errores de aquellos tiempos no deben ser repetidos, y nos dan mucho sobre lo que aprender.
AJ reconoció las señales de su apasionamiento por la cuestión. Abdicó, sin querer entrar en un conflicto que sabía, no podía ganar.
—De acuerdo. Hablamos cuando regreses. Que te vaya bien —le deseó.
—Igualmente, patrón.
Ailyne sonrió al salir del cubículo de AJ, pero sus labios se cerraron con firmeza en cuanto llegó al suyo. Encendió los monitores y pidió una búsqueda de datos para Stray, la ciudad vecina. Los resultados aparecieron empezando con el nuevo principio de la historia, después del desastre dejado por el meteorito. Se los conocía de memoria, pero buscaba cualquier detalle que hubiera podido perder de vista.
Después de que el meteorito había destrozado la mitad del planeta, el continente americano había desaparecido por completo y otros se habían hundido bajo la fuerza de las réplicas. Terremotos, inundaciones, volcanes, habían golpeado la Tierra, devolviéndola a la edad de piedra.
Comenzaron las guerras por la supervivencia, cada país atacaba al vecino en busca de comida, agua, combustibles, lo necesario en aquellos tiempos. Las luchas duraron treinta y cinco años y finalizaron con el nacimiento de dos grandes alianzas. Al final, estas dos decidieron unirse y delimitaron los nuevos territorios: la Nueva Europa y la Nueva Asia. El método de conducir el mundo cambió radicalmente. Con la idea de evitar rebeliones, el Sumo Comandante de las dos Colonias impuso obediencia absoluta a la población. Pero hubo algunos que no la aceptaron. Todos los que pensaban diferente se acumularon en ciudades pequeñas y quedaron fuera de la protección del gobierno. A estos les llamaron «astray» porque iban por un mal camino, y a sus ciudades, Stray. Expulsados, sin la ayuda de las Colonias, se quedaron atrás en cuanto al desarrollo tecnológico, social y político. Vivían como animales, respetando principios válidos cientos de años atrás.
En cambio, los Reborn, eran las nuevas ciudades construidas después de que acabaran las guerras. Se enorgullecían de que habían erradicado la violencia, cada persona tenía un trabajo y habían vencido a las enfermedades.
Estos logros eran consecuencia del Programa de Sumisión y Amistad, deliberó Ailyne. Las reglas eran claras y nadie se quejaba, dado que estaban pensadas para el bienestar de la población. El gobierno decidía cómo se vestían, dependiendo del tiempo y para no contraer enfermedades, qué hora era la adecuada para comer y qué tipo de comida en particular, cuántas duchas necesitaban al día, considerando la temperatura diaria, y muchas más normas. Todas estaban probadas para la salud física y mental del individuo. Casi cien años de tranquilidad habían demostrado la eficiencia del sistema.
En el presente quedaban solo cinco ciudades Stray en todo el mundo. Al principio hubo más, pero con el tiempo algunas se habían dado cuenta de que necesitaban la ayuda de las Colonias y se habían convertido.
Al otro lado de su ciudad, pasando el río Hanubis recién nacido después de los cambios territoriales, se encontraba Stray 22. Según sus conocimientos, no existían rivalidades entre ellos. Cada uno vivía conforme con sus leyes y creencias. La única regla que compartían era no relacionarse el uno con el otro.
Ella había recorrido muchas veces el puente que les separaba y el túnel exterior que pasaba por los territorios de Stray; era el único camino para llegar al aeropuerto y al Reborn vecino. Las medidas de seguridad no aceptaban fallos. El puente se cerraba por la noche, y de día funcionaban tres filtros que dejaban pasar solo a los ciudadanos de Reborn. El túnel recorría un bosque, y si bien el material de construcción era transparente, no dejaba entreverse más que árboles y vegetación descuidada.
Aunque por la salvación de algunas cintas antiguas Ailyne conocía qué apariencia tenía el mundo antes del meteorito, no se imaginaba el aspecto de una ciudad Stray y mucho menos la de sus habitantes. Conforme con el libro de la evolución humana a través del tiempo, los astray deberían estar muchísimos años atrás en la escala. No tenían el poder ni los conocimientos necesarios para desarrollarse. En teoría, debían seguir luchando contra muchas enfermedades, algunas mortales, y creer todavía en algún tipo de Dios, pensó ella, intentando entender por qué alguien quisiera despertar con miedo cada día.
Ailyne estudió por última vez las pantallas. Toda la historia aparecía escrita y acompañada de imágenes o vídeos. Y no le decía nada nuevo. ¿Qué habían hecho los astray para enfadar tanto al Comandante Superior?
Abrió el sobre y estudió la información del disco, percatándose de que contenía la respuesta a su pregunta. La Junta de los Legados tenía pruebas de que astrays aparecían en Reborn y creaban turbulencias. La discusión entre los embajadores había sido animada. Reconoció las ideas radicales de Mulan, uno de los más antiguos miembros y el más inclemente. Pero Adam, su padre, tenía un aliado en el interior. Él y Barín, otro de los diplomáticos, mantenían una relación de amistad fuera de la profesional y entre ambos habían logrado que se votara el periodo de espera. Aun así, el ultimátum estaba en marcha. Durante un mes se analizarían los hechos. Los astray podían defender sus acciones, dejar de entrometerse, reconocer la culpa y que era mejor integrarse a Reborn. Si no se llegaba a un acuerdo, se votaría su destrucción.
Ailyne se levantó y subió la temperatura del aire, culpándole por la corriente glacial que estremecía su vello. Imitando el gesto de superioridad de su padre, bloqueó sus pensamientos y ejecutó el encargo. «Conmocionarse por culpa de eventos que no afectan a tu persona no es recomendable», le repetía él.
Agradecía que su trabajo no implicara tomar decisiones tan estrictas y apuntó visitar a sus padres en cuanto volviese del viaje. Adam era el Prior, el representante con el mayor poder de la delegación que negociaba, debía pasar por momentos de angustia, y ella deseaba asegurarle de que tenía su soporte moral. También había un propósito escondido, esperaba obtener alguna información extra, aunque dudaba que lo consiguiera.
Encogió los hombros, ahuyentando el sentimiento de desagrado.
Aunque los separaba una montaña y un río, ella y los astray vivían en mundos diferentes.

Capítulo 2

C
elso Arklow tiró el cigarrillo con un movimiento experto de dedos y lo apagó con la suela de la bota, con mucho más entusiasmo de lo que suponía la operación.
Le echaba la culpa a los castigos de la vida por haber retomado el hábito de tratar sus pulmones con humo cancerígeno, y el trabajo era uno.
Miró alrededor con ojos soñolientos, imaginando las siguientes horas.
Este último empleo no podría ser peor. No obstante, era muy difícil encontrar uno que te gustase. ¡Qué diablos! Era casi imposible encontrar alguno, agradecía la «suerte» que tenía a las hadas que habían supervisado su nacimiento. Si lo pensaba bien, verificar la porción de cinco kilómetros de tierra unida al río Hanubis no estaba para nada mal. Solo tenía que hacer de niñera para los que pretendían demostrar su masculinidad nadando en áreas peligrosas y encontrar a las parejas de enamorados que usaban de tapadera rincones secretos formados por rocas y vegetación.
Se rio burlón. Conocía todos los escondites «secretos»; los había probado a todos. Por eso era un buen vigilante y nadie se escapaba de él. Pero los aventureros eran pocos esos días y él se aburría peor que en las clases de historia del instituto.
Tampoco le había gustado cuando había hecho de jardinero para la señora Mathinson, pero entonces era muy joven y las miradas de la mujer lo inquietaban. Luego había pasado unas semanas en la construcción del nuevo centro comercial, semanas infernales por culpa del jefe que era un mameluco. Pero el más detestable de su larga lista de trabajos había sido cuando tres cuartos de la población del Área 55 contrajeron una cepa avanzada de gripe. Quedando de pie, sin ningún síntoma, estuvo forzado a ayudar en el centro de salud. «Eso fue horroroso.» Celso se sacudió por la fuerza del recuerdo.
Levantó la mirada para estudiar el cielo y la luz demasiado brillante del sol lo cegó por un instante. El calor era tremendo y el sudor le humedecía la nuca. Del suelo se levantaban bucles llameantes, ondulándose con el movimiento de alguna ráfaga débil. Se quitó el pañuelo enrollado sobre su frente, aflojó los nudos y lo agitó con movimientos rápidos, buscando esperanzado aire.
«Me daré un baño», decidió de repente. Necesitaba refrescarse el cuerpo y lo más importante, la mente, o la depresión iba a vencerlo.
Encontró el sitio perfecto cerca de una roca que se adentraba en el río en forma de espada. Desde allí podía comprobar el área sin ser visto. Dejó las ropas encima de la piedra y se lanzó a las aguas sin pensárselo dos veces.
Las ondas frescas abrazaron su piel ardiente y los músculos se le tensaron por el choque del primer encuentro. Buceó y salió enseguida, echando un vistazo para asegurarse de que se encontraba solo. Empezó a nadar con movimientos lentos y fuertes, avanzando con fluidez. Antes de desaparecer en las profundidades, ojeó una vez más la tierra. No había nadie. Incluso las moscas se habían escondido por algún lugar con sombra.
Apareció de nuevo en la superficie forzado por sus pulmones que protestaban ansiosos por oxígeno. Descansó unos minutos flotando encima del agua, sin moverse. Había recuperado parte de su energía habitual y se había cargado el espíritu lo suficiente como para aguantar el resto del turno. A pesar de que le hubiera gustado seguir relajándose, era mejor salir antes de que apareciera alguien.
Por desgracia, descubrió que era demasiado tarde. Celso gimoteó al llegar a la roca y encontrarse con la mirada hambrienta de Darli, una muchacha que lo acosaba desde hacía una temporada.
«¡Oh, no estoy tan aburrido!», rechazó al instante cualquier idea que pudiera animarle el día pero implicase a esa chica.
Reconocía que era culpable de hacerle caso en una fiesta descontrolada, pero había actuado conducido por el alcohol. Desde entonces, aunque le había explicado varias veces que no seguía interesado, ella parecía no entender el idioma.
—Buenas, grandote —maulló Darli, comiéndose su cuerpo con la mirada y lamiéndose los labios como si estuviera saboreándolo.
Celso avanzó con seguridad, sin cortarse por su desnudez. Irritado, no ocultó sus esperanzas de que se fuera y pidió la ropa oculta bajo la exagerada parte trasera de la chica.
—Darli, ¡qué desagradable sorpresa! ¿Me pasas los vaqueros?
Ella no se ofendió por la brusca respuesta. Aleteó las pestañas y sonrió de nuevo, haciendo una mueca de inocente que en él tenía el efecto opuesto y lo sacaba de sus casillas.
—¿Qué me das a cambio? —preguntó, provocadora.
Celso se apartó el pelo mojado que se escurría en sus ojos, echándolo hacia atrás. Estudió el espécimen que se llamaba a ella misma mujer, calculando cómo escapar.
—Unos azotes, ¿te parece bien?
—Vamos, cariño. ¿Por qué me tratas tan mal?
—Porque te lo mereces —replicó secamente.
Darli infló los labios y se levantó con movimientos lánguidos para entregarle sin ganas los pantalones. Estudió de reojo las musculosas piernas del joven, y aprovechándose de que Celso tenía las manos ocupadas, lo abrazó, agarrándose de su cuello y pegando los bien desarrollados pechos a su torso desnudo.
Celso resopló. Se consideraba un hombre normal con sus necesidades de vez en cuando y Darli era una chica bonita, de curvas suculentas. Pero, por alguna razón, lo dejaba frío, independientemente de la fuerza de sus intentos. Sus dedos pegajosos lo fastidiaban, sentía el toque igual de atractivo que el abrazo de un pulpo.
—Estoy trabajando. —Le despegó sin consideración los brazos soldados a su cuerpo y ella hizo una mueca de dolor. Se sintió mal por un segundo, pero no tenía paciencia para sus tonterías.
—Pero, Celso…
—Nada —la amenazó con el dedo índice como a una niña de guardería—. Debes acabar con esto. Ya no sé de qué modo explicártelo. —Buscó la camiseta y se la puso con movimientos rápidos.
En vez de la compresión esperada, Celso se encontró con un muro obstinado.
—¿Por qué no? —insistió ella—. Hace tanto calor, estamos solos. Puedo acompañarte en el río, ¿qué te parece?
—No.
—¿Por qué no?
—Por un millón de motivos. Soy demasiado viejo para ti, te mereces a alguien mejor y… —Se detuvo, pues había acabado su corta lista de mentiras hermosas. El calor le había apagado las neuronas, pero no antes de entender que repetir el mismo error era de tontos.
—Cumplirás veintiocho —Darli continúo protestando, manteniendo la sonrisa—, me llevas solo siete años. Y no te he pedido matrimonio, si me entiendes.
—Gracias, pero no. —Meneó la cabeza en respuesta y ante la imagen. Darli no parecía para nada bonita en esos momentos. Sus labios carnosos se arquearon hasta asemejarse a la boca de un bulldog y bajo la mirada seductora, se entreveía la falsedad.
—Pues, tú te lo pierdes. Ya veremos quién reirá al final —lo amenazó, el tono de su voz cambiando como por arte de magia.
—Me entendiste mal, no tengo intención de reírme de ti. Pero tampoco tengo interés en tu persona —intentó explicarle. Odiaba quedar mal con la gente. Con cualquier persona, a pesar de que ella se lo merecía.
—¡Vete al infierno!
—Creo que ya estamos todos en él —Celso susurró, mirándola alejándose con la espalda erguida.
Últimamente las cosas se estaban poniendo difíciles. La gente no tenía ni para comida y la violencia era el arma para conseguirla.
Miró hacia la otra orilla del río. Las murallas de Reborn eran demasiado altas para que alguien pudiera echar un vistazo en el interior de la ciudad. Y considerando los rumores, no tenía intención de cruzar la frontera ni con el dedo gordo del pie. Elegía ser ciudadano de Stray. Era un inferno, pero al menos uno donde vivías libre. Si las fuerzas de orden te dejaban en paz y la DUAL y… Nada, que cada uno tenía asuntos sin resolver.
Los del otro lado se hacían llamar reborners, renacidos una vez con el nuevo mundo. Él lo traducía como gilipollas. La cabeza no la usaban y el corazón les servía solo para respirar.
Sumido en sus pensamientos, Celso se giró hacia el bosque de su ciudad, negando con la cabeza. No entendía cómo alguien elegía apagar sus neuronas y dejar que una computadora pensase por él.
«¿Tienen neuronas o se las quitan al nacer?», se preguntó, divertido, pero se abstuvo de hacer más suposiciones. Su aversión hacia los del otro lado le avergonzaba.
Comprobó la hora en su reloj, después inhaló y exhaló el vaho caliente que le rodeaba. Le quedaba bastante hasta que cambiara el turno. Y volviendo al principio, ese trabajo era un asco, pero era su trabajo. Lo hacía lo mejor que podía.
Celso alzó el mentón y empezó obstinado el recorrido.

***
  
Unas horas después subió aprisa la pequeña escalera de su casa. Lo que había ganado en una apuesta tiempo atrás eran unas ruinas; solo porque su voluntad no le falló, logró convertirlas en un hogar. El salón, un dormitorio y la cocina del tamaño de un plato, era mucho más de lo que poseía cualquier familia de Stray. Y lo más importante era su posición, lejos de la zona comercial de la ciudad y cerca del bosque. Importante para uno que debe comprobar a cada rato si su sombra le sigue.
Había hecho planes de relajarse ante el televisor y aún estaba pensando en quién sería el ganador del partido de boxeo. Planes estropeados, pensó al ver que su mejor amigo, Vank, lo esperaba. El cual, por sí solo reconocía que le faltaba un tornillo, pero era la única persona de confianza en su vida y el último compañero de la DUAL con el cual se mantenía en contacto después de haberlos dejado.
—¡Caramba! —vociferó, haciendo desaparecer a su espalda el puñal que siempre lo acompañaba y era su segundo mejor amigo—. Casi te quedas sin tu bonita melena.
Vank cruzó las piernas encima de la mesita, se pasó los dedos por sus hebras oscuras y sonrió con malicia.
—Naaah. No tendrías tiempo de hacerlo, soy más veloz que tú.
—¿Has fumado esas hierbas otra vez? —se burló Celso, deteniéndose ante la nevera y sacando una botella de cerveza.
—Está científicamente demostrado que ayudan a relajarte —protestó Vank—. De hecho, tienes cara de necesitar uno de mis cigarros —dijo, escrutándolo con los ojos entornados.
Celso negó con la cabeza, sonriendo entre dientes.
—No me convencerás otra vez. Perseguir cabras montesas durante medio día no me dejó buenos recuerdos —se rio, acordándose de la última vez cuando Vank lo había persuadido a probar sus cigarros «especiales», asegurándole, como ahora, que ayudaban.
—Ese fue un lote contaminado —confesó su amigo, meneando divertido la cabeza poblada con la imagen del recuerdo. Luego cambió el tema y el matiz de su voz—. ¿Cómo estás?
—Estoy, y eso es lo que cuenta, ¿verdad?
Comunicaron a través de miradas cómplices, compartiendo los mismos pensamientos. Stray mantenía una falsa fachada agradable, pero en los sustratos, la enfermedad, la violencia y la muerte tenían el verdadero poder. Era la ley del superviviente y el arma para sobrevivir era la propia cabeza de uno.
—¿Sigues sin escuchar las noticias? —preguntó Vank, agitando la botella que tenía entre los dedos.
Celso se sentó a su lado, torciendo los labios en un gesto de asco.
—Vivo en Stray pero me niego a asistir a los desastres de mis vecinos. Por prescripción propia no miro imágenes que involucran sangre y no escucho nada que tenga que ver con nuestros queridos conductores.
—Me lo imaginaba —comentó Vank—. Por eso gasto mi tiempo de relajación en ver tu fea cara. He pasado para avisarte.
—¿Sobre qué?
—Estamos mal. El barco se hunde.
—Lo sé. Nada nuevo.
—No sabes nada. —Vank se levantó de un salto, acompañando la sentencia con el golpe de la botella dejada bruscamente en la mesa—. Empezará la guerra.
—¿De qué diablos hablas? —inquirió Celso, espectador a cómo pisaba el suelo con zancadas furiosas. Estudió su pobre alfombra, rezando para que quedase viva después de que su amigo acabase con ella.
—Tenemos un mes para pasar al otro lado, reconocer la supremacía de las Colonias y aceptar sus leyes —gruñó Vank, y Celso agudizó los oídos, seguro de que no había entendido bien.
—¡Y una mierda! —gritó enfurecido—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—No conozco los detalles. Estoy fuera del Consejo —reconoció Vank.
Celso no pasó por alto la vergüenza que desapareció rápido de su expresión, pero prefirió no comentar la noticia. Se enteraría en otra ocasión sobre qué travesura habría hecho el desequilibrado para perder un puesto por el cual había trabajado años para ganárselo.
—¿Y qué pasa? ¿Nos rendimos sin más?
—Acabo de decirte que empezará la guerra, cabezota.
—También acabas de decirme que no puedes votar y que nadie escucha tus opiniones —dijo Celso, pero advirtiendo la mirada penosa de su amigo, maldijo en silencio su lengua suelta—. Mira, los dos sabemos que aquí se trata de morir de cualquier modo. No habrá tiempo para una guerra, nos pisarán como lo hacemos nosotros con las cucarachas. Pero muertos estaremos y si aceptamos pasar de su lado.
—Ya. Esperemos a ver qué tipo de celda nos ofrecen.
—Y yo que soñaba con un futuro de color rosa —se burló Celso.
—Más bien asquerosa está la situación. Bueno —continuó Vank—, lo que quería decirte es que se prohíbe cualquier contacto con los del otro lado.
Celso estalló en carcajadas, divertido con el incomprensible anuncio.
—No es que fuera algo nuevo. Está claramente estipulado desde el nuevo nacimiento del mundo. Soy un asco en historia, pero…
—Eres un asco en todo —se rio Vank.
—Pero me parece que los últimos astray entraron en Reborn antes de nuestro nacimiento, cuando les permitían trabajar allí. Y no es que haya invasión de reborners en nuestra aldea. ¿Para qué nos lo recuerdan?
Vank encogió los hombros. Celso juntó las cejas, seguro de que le ocultaba algo importante.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó despacio, sin perder de vista los cambios en el rostro del otro que se defendió antes de que acabase la pregunta.
—Nada —respondió, eludiendo su mirada.
—Me lo cuentas, ¿o es necesario sacártelo a la fuerza? —preguntó en voz suave.
Vank suspiró. Sabía que no escaparía sin contarle toda la historia, pero había probado suerte, de todos modos.
—Estamos… charlando con unos reborners. Algunos que no están contentos y quieren pasar a nuestro lado.
—Charlando con los reborners… ¿Estáis locos? —Celso estalló, las venas de sus sienes hinchándose hasta estar en peligro de explotar. Se levantó y se plantó delante, sudando rabia por todos los poros—. Nos han dejado en paz tanto tiempo. ¡Tenemos un acuerdo y una puta única regla! —gritó—, ¡no nos relacionamos los unos con los otros!
—¡Son personas! No podemos seguir ignorando que los tratan como a los animales en una manada —le correspondió Vank a los gritos.
—Es su vida. Son sus elecciones.
—¡Pero ellos no saben que tienen una vía de escape! No tienen idea de qué significa una elección. Es nuestro deber enseñarlos. Ofrecerles una oportunidad. No los forzamos, les guiamos por otro camino. Les abrimos los ojos.
Celso meneó la cabeza.
—Por eso dejé de trabajar con vosotros. Metéis las narices donde no es vuestro puto asunto.
—Y tú te ocupas solo de los tuyos —lo acusó Vank.
—Supervivencia, amigo. —Celso le enseñó los dientes en una sonrisa fantasmal—. Deberías aprender el valor de la palabra, o será demasiado tarde para ti.
Vank suavizó la voz.
—Ya es demasiado tarde para mí.
—Acabas de tirarte un rato explicándome que toda criatura tiene una segunda oportunidad —se mofó Celso, dándole un empujón amigable en el hombro.
Vank estiró sus impresionantes huesos, pasando por alto el último comentario.
—Te dejo. Tengo la conciencia limpia. Te avisé, cuidarte es asunto tuyo.
—¿Cuánto tiempo te queda fuera?
—Hasta mañana.
—Mi sofá te pertenece —le ofreció Celso.
—Gracias, pero tengo la misma oferta de parte de alguien con la piel más suave —se burló Vank—. Ten cuidado con lo que hemos hablado.
—Si veo algún reborner huiré despavorido —rio Celso, imaginándose la escena en detalle—. Oye. —Paró a Vank en el momento en que este abría la puerta—. Tú también cuídate. Sabes que las montañas son reino prohibido para mí, me resultaría imposible asistir a tu entierro.
—Entendido.
Celso torció el gesto ante la puerta cerrada. Su velada de relajación se había estropeado.
Al mudarse en esa área había esperado conseguir dejar atrás el alboroto de la ciudad y su suciedad en todos los sentidos. Lo único que pedía era ser dejado en paz y vivir conforme con sus ideas, sus placeres y sus creencias.
Algunos podían decir que preferían mantener la cabeza bajo la arena, pero le daba igual la opinión del resto de la gente.
Quería serenidad y tranquilidad. No se metía con nadie si no se metían con él primero.
No era demasiado pedir, ¿verdad?




Cuéntame si quieres más. 
Besucones y corazones,
Haimi
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