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Cazando quimeras

Haimi Snown Escritora de romántica y fantasía

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lunes, 23 de diciembre de 2013

Relato Navideño: Sola en casa por Navidad

 
 

Historia basada en hechos reales con distorsiones imaginarias.

 
Trabajar en un restaurante de comida rápida tiene varios inconvenientes: Clientes groseros e impacientes; quemaduras y cortes; estrés y temperaturas extremas; la lista es interminable. Pero es la única opción cuando acabas de llegar a Dublín y tu nivel de inglés es el que va justo antes del básico, es decir, el nivel “político español”. Vale, puede que me inglés no sea “tan” malo, pero ser más bien tímida tampoco ayuda. Sin embargo, debo decir algo positivo sobre ser insegura y mudarte a otro país con una lengua distinta a la materna y es que es un gran remedio para la timidez. No hay nada como saber que en cuanto habrás la boca vas a hacer el ridículo para que empiece a darte igual; además estás tan concentrada en como construir la frase y recordar la traducción de una palabra, que apenas puedes neurotizar sobre si tu interlocutor te está evaluando y juzgando por algo. Gracias a este fenómeno y a que la constante novedad de vivir en un nuevo país mantiene mi cerebro con alta dosis de serotonina, me encuentro atravesando una inusual fase de confianza en mí misma. Quizá también se lo deba a que comparto cocina con un restaurante asiático lleno de chefs de sexo masculino con una elevada producción de testosterona, que me acosan a diario. Cada uno de ellos con una edad, aspecto, estilo y acento distinto, lo que no hace más que aumentar el sabor de la macedonia: Un ruso llamado Vladimir que me enseña fotos de sus músculos y me trae trozos de deliciosas frutas tropicales cortadas con formas simétricas; un húngaro monísimo y raquítico llamado Gabor que me sigue por la cocina llorando como un perrito abandonado; un checo que me suelta frases, en un sorprendentemente inteligible español, sobre que él no lucha por mujeres, construidas de tal forma que parecen sacadas de una telenovela sudamericana; y con la especial colaboración de mis clientes, que se las arreglan para soltar un par de cumplidos improvisados tras su menú con coca-cola. Después de tal asedio, y teniendo en cuenta que llevo una camiseta tres tallas la mía y un gorro ridículo con el logo de mi restaurante, no puedo más que darme por satisfecha conmigo misma; y agradecer que, al igual que le ocurrió a Enrique Iglesias, haya tenido la suerte de descubrir que se puede triunfar en el extranjero incluso cuando no lo hayas logrado en tu propio país.
            Pero dejando a un lado las ventajas de trabajar en un restaurante en el extranjero, vuelvo sobre los inconvenientes; y es que llega la Navidad y la gente normal, es decir: todos aquellos que no trabajan con comida rápida, reciben un pequeño descanso invernal y la posibilidad de visitar a su familia. Pero no yo, pobre inmigrante que trabaja en un centro comercial, más bien conocido en época navideña como “agujero infernal”. Yo y los demás pobres inmigrantes debemos hacer horas extras para cubrir el desproporcional horario del centro comercial y alimentar a las hordas de zombis poseídos por el espíritu navideño del consumo y del “A la mierda la dieta. El verano está a años luz”.
            Por esa razón, esta se va a convertir en mi primera navidad alejada de mi familia. Y por esa razón, en plena Nochevieja, estoy entrando en una enorme y desierta casa de dos plantas, que no podría pagar ni en mis mejores sueños, si no fuera porque la comparto con otros seis inquilinos. ¿Y dónde están esos inquilinos en estos momentos? Pues en sus respectivos países, pues ninguno de ellos trabaja alimentando zombis navideños.
            Suerte la mía, acabo de pensar en zombis justo al penetrar la aterradora mansión encantada en la que vivo, porque el día que fui a visitarla antes de mudarme, eran las doce del medio día y creedme no parecía hechizada entonces. Pero ahora que, todas las luces excepto la de la entrada que yo misma acabo de encender con una mano temblorosa, están apagadas y ni una sola alma, al menos de las vivas, puebla sus estancias, puedo imaginarme esa casa como protagonista Hollywoodiense de cualquier película de terror.
Es un tanto vieja por lo que la madera agrietada cruje como si me hablara mientras me desplazo a la cocina, recordándome que tengo veintiún años y que ya no se me permite llorar pidiendo a mi mama. Y es que mientras cualquier persona normal de más de once años de edad estaría ligeramente preocupada por lo sencillo que es allanar una casa como esta en Irlanda y lo probable de que a un grupo de ladrones se les ocurra la misma idea, yo me veo atacada por mi desbordada imaginación que llena cada rincón de la casa de almas en pena, duendes, monstruos y horribles seres deformes y malvados. De pequeña también habría temido a los vampiros, pero ese miedo sí que había desaparecido gracias a la erotización de estos seres; y es que cuando te imaginas a Brad Pitt y a Tom Cruise, peleándose por morderte el cuello, no es miedo precisamente lo que te embarga. Y mejor no pienso en Edward Cullen, porque si se me apareciera ese vampiro en concreto me asustaría mucho más que intentara besarme. Desde luego le rogaría que en lugar de eso me matara tocándome lo menos possible.
 
 
Ignorando la densa oscuridad que supone el jardín a través de las amplias ventanas de la cocina, me dispongo a preparar un kebab de pollo, otro más después de los miles que he preparado hoy en el restaurante. Eso sí, este con productos frescos y verdaderos estándares de limpieza. Puede que un kebab de pollo no sea la cena de Nochebuena más adecuada, pero ya que esta va a ser inevitablemente una Navidad atípica, hagámoslo bien.
Me llevo mi kebab al salón y cierro la doble puerta de cristal, sintiéndome inmediatamente más segura por este hecho; pues todo el mundo sabe que los criminales y  los monstruos no saben girar el pomo de las puertas.
La realidad sobre comerse un kebab dista mucho de la fantasía mostrada en posters y anuncios de comida rápida. No es limpio, ni cómodo, ni mucho menos sexy  por muy guapa que sea la chica de la foto. Todo lo contrario; en cuanto lo muerdes comienza a desmantelarse con la extensión de un paracaídas, pero con el tacto de un preservativo recién usado, y chorretones de salsa y grasilla acaban deslizándose hasta tus codos.
 A pesar de ello logré llamar a mi familia, via Skype y mantener una conversación Navideña-telemática, que no es tarea fácil cuando tus abuelos datan del siglo XIV y creen que no puedes escucharlos a la vez, como si del auricular de un teléfono se tratara.
 

 

 
Al terminar la conversación hago algo que no debería ni mencionar, y es hablarle en Facebook al imbécil que me tenía coladita en la Universidad y me trató como a la fregona de su casa. Pero hagamos como que eso no ha ocurrido. Tras terminar la conversación me decido a ver una de esas comedias románticas tan malas y tan típicas que no me atrevería a ver en compañía, porque me avergonzaría demasiado reír y llorar a mis anchas, como sé que voy a hacer a solas.  Así que me pongo “Ella es el chico” y me parto de la risa con cada broma cliché sobre las diferencias entre sexos, con las caras de Amanda Bynes y disfruto de lo lindo con los semidesnudos de Channing Tatum.  
Y en eso estaba cuando mi corazón se detuvo. Me refiero a que “literalmente” se paró en seco y se me subió a la garganta, porque a través de la puerta de cristal que comunica con la cocina, una cara encapuchada me está observando. Mi cerebro salta automáticamente al modo irrealidad como si nada de aquello estuviera realmente pasando y no fuera más que una película que asisto en mi portátil.
Antes de que pueda reaccionar y levantarme, el ser abre la puerta y entra en el salón. Se trataba de un joven con la capucha subida y una braga tapándole todo menos los ojos. Era un hombre normal, pero el pánico del momento le confirió rasgos inhumanos y distorsionados a la parte de su rostro al descubierto. No fue sino hasta que bajé la mirada y le miré las zapatillas Adidas, originariamente blancas pero ennegrecidas y agrietadas por el uso, que, por alguna razón, me di cuenta de que era de carne y hueso y no un producto de mi imaginación.
―Dejar  móvil en el suelo y sentarte en aquel sofá ―me ordena con un fuerte acento de Europa del este. Lo sé porque trabajo con muchos polacos, rusos y lituanos. Por alguna razón todos ellos me vienen a la cabeza, como si fueran primos de este intruso y eso pudiera explicar porque está en el salón de mi casa. Pero entonces veo el cuchillo: grande, con empuñadura negra y parece salir de él; pero por alguna razón mi cerebro no registra su mano sosteniéndolo y es más como si flotara frente a su cuerpo. Tampoco es que me detenga a pensar en esto, sino que mis pensamientos parecen danzar frente a mi mente medio tapados por un telón de teatro.
Hago lo que me dice, pues el cuchillo me ayuda a tomar contacto con la realidad y me resbalo con los nervios, tirando mi portátil al suelo. Pero nada de eso importa en ese momento. Me siento en el sofá que me había indicado. Está frío. Congelado, pero esa no es la razón por la que estoy temblando.
―¿Dónde está el oro y el dinero? ―me pregunta, empuñando el arma con reticencia.
Me acabo de dar cuenta de que no he dicho ni una sola palabra desde la palabrota que solté al ver su rostro a través del cristal de la puerta. ¿Cómo es posible? ¿No debería haberle preguntado qué hace en mi casa? ¿No debería haberle pedido que se marchara? ¿O que no me hiciera daño?
―¿Qué oro? ―repito, preguntándome sino habré viajado a una realidad alternativa donde Europa es asaltada por piratas. Si hubiera llevado un loro en el hombro, no me hubiera parecido más surrealista.
―El oro y el dinero del indio ―masculla con su pobre inglés. Sí, aun más pobre que el mío―. Sé que hay muy oro y muy dinero en esa casa, me lo dice amigo mío.
“¿En esa casa? ¿Qué casa? ¿Por qué no va directamente allí?” pienso, hasta que me doy cuenta de que son errores gramaticales y que debo concentrarme más si quiero salir viva de la experiencia.
―No sé de que hablas, no hay oro ni dinero en esta casa ―le aseguro con voz temblorosa.
―Eres mentirosa ―gruñe―. Tú eres india y tener mucho oro y joyas.
 Para ser yo la india, él es el que se comunica como un apache. Y puede que esté ciego, pues tengo de india lo que él de Albert Einstein.
―Soy española, ¿vale? ―le aseguró, intentando apaciguarlo―. En esta casa solo viven franceses, polacos y filipinos.
Al decir polaco por poco me detengo a sugerirle que quizá sea su primo, pero enseguida recapacito y me controlo.
―Eres mentirosa ―repite, y empieza sonarme a regetón―. Hablar algo en español.
¿Enserio?
La presión me puede. Siento que de aquel examen oral de lengua castellana depende mi vida. Así que planeo recitar el mejor soneto de Garcilaso de la Vega. Abro la boca y me sale:
―Hola, ¿qué pasa?
Estoy muerta.
Sin embargo, a Albertus Einsteinov parece haberle impresionado mi representación, pues arruga el entrecejo con confusión y por un momento sospecho que le esté dando un cortocircuito. Neurona contra cráneo.
En ese momento escucho el aporratar de pies contra las escaleras y una voz masculina le grita algo en “alguna lengua de Europa del este” que soy demasiado peninsular como para distinguir y Albertus Einsteinov recoge mi móvil del suelo y sale despacio de espaldas por donde ha venido, cual reportero de Madrid Directo.
Me quedo parada donde estoy por ni se sabe cuánto tiempo. El silencio que reina en la casa anuncia que se han marchado por donde vinieron, por lo que salgo por la puerta principal y le pido ayuda a mi vecino, que a pesar de mostrarse receptivo y llamar a la Gardai me observa con cierta sospecha como si se preguntara que hace una chica como yo sola en una casa en Nochebuena. A pesar de que los irlandeses no celebran la Nochebuena sino que la utilizan para prepararse para la Navidad cuando ocurre la reunión familiar.
La Gardai tarda unos quince minutos en llegar. Me hace sentirme más segura, pues si alguna vez vuelve a ocurrirme algo en este país, sé que moriré rápido a manos de mi criminal mucho antes de que la policía llegue, ocasionando que me torture lentamente como rehén. Es todo un alivio.
Se trata de una mujer y un hombre. Y como si siguieran el formato estadounidense del poli bueno y el poli malo, ella me habla con cierta empatía fría a lo Terminator 2, mientras que él me hace preguntas extrañas y en sus ojos veo que analiza las posibilidades de que forme parte de una mafia de drogas y que el allanamiento no sea más que un ajuste de cuentas. O quizá sea mi hiperactiva imaginación de nuevo; la misma que imaginó monstruos en lugar de ladrones.
 
Juntos subimos a la segunda planta donde descubrimos que había pasado un huracán por mi habitación, pues era la única que no estaba cerrada con llave. El ladrón al que solo escuché lo había sacado todo de mis armarios y de mis cajones, dejándolo caóticamente esparcido por la cama y el suelo. Ver mi habitación en ese estado, saber que alguien había estado allí revolviéndolo todo, manda corrientes frías por mi espalda.
Mi casa empieza a llenarse de policías. Todas las luces están encendidas y entran y salen como si de repente fuera la comisaría. Hablan entre ellos y por la radio, un inglés rápido que me cuesta seguir. Hasta que me fijo en uno de los Gardai que está entrando por la puerta junto con otros dos; en total creo que suman más de diez. Ese policía llama mi atención porque sus ojos se clavan en mí con cierta sorpresa y no puedo evitar la extraña sensación de que le conozco de algo. Le he visto antes, definitivamente, pero no puedo recordar cuándo o dónde. Es mono. Pero de repente se olvida de mí por completo.
No todos los Gardai dentro de mi casa van vestidos con el uniforme regular; y él es uno de ellos. Lleva vaqueros y un chaleco antibalas sobre el pecho. Le da un aspecto de detective de peli americana y eso impone.
El Inspector Jefe de la comisaría de Swords, la ciudad de Dublin en la que vivo, se me presenta. Es un tipo alto y esbelto, trajeado, con cabello anaranjado y piel rosada. Me pregunta varias cosas, como dónde trabajo y me observa de forma peculiar, como si estuviera perdido en su propio mundo interior. Me presenta al policía mono, como agente Brian Donoghue y a otro que lo acompaña, pero ni escucho su nombre.
Brian me sonríe. Sus ojos azules serían todo un éxito en España. Me dice que no me preocupe y  que todo irá bien. Después empieza a comentar lo mucho que le gusta mi casa y me da la impresión de que eso está fuera de lugar; pero porque yo esté traumatizada no quiere decir que los demás lo estén y es normal que se fijen en trivialidades como la televisión de plasma del salón. También me dice que le gustan mucho los enormes espejos de la cocina y me mira a través de ellos. Por un momento la sensación de que hay algo perverso en su apreciación de los espejos, me nubla la mente. Obviamente no estoy pensando con claridad.
La casa sigue abarrotada de policías pero solo Brian me dedica atención e incluso me sigue por la casa. Creo que mi caso ha sido asignado a él y a su compañero, cuyo nombre no recuerdo.  Hasta que algo surrealista ocurre. Brian me susurra que recoja la marihuana de mi habitación antes de que su jefe lo vea. Se me hiela la sangre y lo observo con ojos petrificados y muñecas unidas a la espera de la detención; pero él se limita a sonreírme. También me pide que recoja mis cosas para pasar la noche en un hostal, pues necesitarán quedarse toda la noche para tomar huellas y buscar pistas.
El primer policía que llegó a mi casa, el que cree que pertenezco a la mafia de drogas de Dublin, me vigila mientras recojo mi pijama y mi cepillo de dientes, y me recuerda de forma un poco cortante que no toque nada. No puedo evitar pensar “Es mi puta habitación, idiota”, pero me lo guardo. Que poca delicadeza tiene Terminator 1.
Brian, que me estaba esperando en la planta de abajo, me informa de nuevo de que debo ir con ellos a la comisaría de Swords para prestar declaración sobre lo ocurrido.
Viajo en la parte trasera de su coche mientras él charla con su compañero animadamente. Se nota que son amigos. De vez en cuando me encuentro con sus ojos azules en el retrovisor y me pregunta amablemente como me encuentro. Nada que ver con su compañero, Terminator 1. El viaje no dura más de cinco minutos ya que Swords es bastante pequeño y recuerdo entonces que la comisaría está pegada a mi centro comercial. Casi todo en Swords gira en torno a mi centro comercial. Me gusta esa ciudad, y la sensación de vivir en un lugar tan pequeño y acogedor, pero no lo suficiente como para no conservar tu privacidad. La Calle principal tiene todo lo que necesitas construido como pequeños castillos en los que se adentran plazuelas. Subiendo una colina a la derecha justo en frente de Pavilions, el centro comercial, hay una preciosa iglesia de estilo irlandés, de color gris oscuro tan anglosajonamente medieval; con esas típicas tumbas celtas medio inclinadas, como si el tiempo y las noches de Halloween las hubieran tumbado al moverse la tierra para dejar salir a vampiros, espíritus y zombis. Las paredes están cubiertas de trepaderas y de musgo frondoso por la poderosa humedad y puedes imaginarte perfectamente a un duende Leprechaun entre las hojas. Como admiradora de la cultura medieval y de la fantasía, adoro esas iglesias.
 
 Al final de Main Street descansan las ruinas de un castillo del mismo estilo arquitectónico. 
Brian y su compañero mi guían a una amplia sala con una mesa de conferencias y me siento en diagonal a él. Me ofrece, café o té, como buen irlandés, y yo me decanto por el té; por alguna razón estoy deseosa de mostrarle lo bien adaptada que estoy a su cultura.
Escribe mi nombre completo en una hoja y me siento incómoda por tener que deletrearle mis apellidos españoles.
―¿Dos apellidos? ―pregunta con curiosidad.
―Sí, en España usamos dos ―le explico―. Porque somos de un padre y de una madre, más de la madre, si me apuras.
Me arrepiento de mi comentario belicoso, que no es más que una crítica a la machista costumbre irlandesa de utilizar única y exclusivamente el apellido del padre, incluso la madre lo adopta. Pero a él parece hacerle gracia y noto que tiene especial placer por lo exótico. A la mayoría de los irlandeses les gusta lo español; para ellos es sinónimo de  vacaciones y jolgorio; pero mis amigas y yo nos hemos encontrado con un sector masculino de ellos que tienen verdadera apetencia por las españolas. Salen a cazar a Temple Bar, la zona de pubs más turística y al Leaving Room, un enorme pub futbolero situado al lado de una academia de inglés, con más español por metro cuadrado que la embajada. Esos irlandeses dispuestos a conseguirse una casa en España sin comprarla, pescan por esa zona; sobre todo la noche en la que España ganó el mundial. Era aun más sencillo para ellos divisar a sus víctimas, pues vestían de rojo y amarillo y tenían la bandera pintada en el moflete. Yo era una de ellas. Nos asediaban con frases como “adoro Málaga” o “Paella rica”, e inmediatamente se lanzaban a besarte. Me planteé explicarles que no poseo una casa en Málaga y que soy incapaz de cocinar una paella decente, pero resultaba más efectivo empujarlos.
―¿Dónde trabajas? ―me pregunta Brian mientras escribe el informe. Tiene una voz bonita.
―En el “Burrito feliz” ―digo con cierta aprensión. Pues preferiría decir que soy Editora Jefe en The Irish Times, pero eso no se ajusta a la realidad.
Brian levanta la mirada del papel y me mira de soslayo.
―De eso te conozco ―dice y me hace sonreír.
―A mí también me suena tu cara ― le contesto y me enorgullezco de haber sabido decirlo correctamente en inglés.
Así que el teniente Brian es cliente mío. No debe ser de los asiduos pues no le reconocí como tal al instante. Tengo una memoria excelente para los clientes y no recuerdo haber hablado con él antes. Pero por alguna razón, él se acuerda de mí.
Raro.
Me pregunta por todas y cada una de las cosas que he hecho después de trabajar. Me siento extraña narrándole cada detalle estúpido de mi día; como si fuera mi abuelo contando  cada nimio segundo de su existencia. Pero él lo escribía todo como si fueran detalles de vital importancia.
―Me detuve para comprar en JC´s ―continuo.
―Tiene buenas ofertas ¿verdad? ―me interrumpe. Hace bromas sobre casi todo lo que digo―. ¿Conoces al viejo, el dueño? Está medio loco. Le habla por megáfono a los clientes, en plan personalizado. Dice cosas como “eh, tú, el del pasillo de los cereales. Si te llevas dos cajas te regalo una”
―¿Enserio? ―me rio. Los irlandeses en general son muy divertidos. Conservan un estado de buen humor constante y bromean acerca de todo. Es algo que me gusta de tenerlos cerca. Están relajados, son lo opuesto al estrés y lo contagian.
Terminamos el informe y el teléfono de Brian hace ruidos. Él mira la pantalla y esboza una ligera sonrisa.
“Su novia”, pienso.
Me explica que tiene que tomarme las huellas para descartarlas de mi habitación y del resto de la casa donde estuvieron. Es inútil porque llevaban guantes; pero es el procedimiento.
El lugar de traer un moderno ordenador, Brian aparece con una rudimentaria caja de hojalata, de la que extrae un pequeño vidrio y otras piezas ennegrecidas por algo parecido al carbón. Me hace gracia pensar que ese año he debido ser mala y Claus, el primo de los Reyes Magos que se encarga de la zona anglosajona, obviamente porque los Reyes Magos no saben inglés y no pasaron esa entrevista, me ha reservado carbón para esa noche. He debido de ser muy mala.
―En otras comisarias tienen modernos artefactos del futuro. Creo que los llaman ordenadores ―bromea Brian mientras frota el vidrio con una especie de tiza negra―. Pero aquí en Swords, nos gusta lo tradicional.
―Quizá estas Navidades os regalen uno ―bromeo, temiendo haber hecho una broma demasiado típica, pero parece funcionar; pues el ríe y sus ojos azules brillan. 
“Un punto para mí”, me felicito.
Brian me sostiene la mano para comenzar el ritual de las huellas. Es un tanto incómodo pues tenemos que contorsionarnos en una especie de baile para tomar cada parte de mis manos; mientras nuestros dedos están en contacto. Además el repite que mis manos son tan pequeñas que apenas necesita la mitad del espacio habitual, mientras me lanza rápidos vistazos, que al estar tan cerca son un tanto íntimos.
“Teniente, ¿estás flirteando?” pienso, pero no digo ni mu.
Tras terminar, visito el vestuario de las policías para eliminar los restos de tinta negruzca de mis manos. Es extraño como las taquillas amarillas y los uniformes colgados me transportan a la escena de una película.
Cuando vuelvo a la sala el Inspector, el jefe de Brian, está allí. Me informa de que van a hacer todo lo posible pero que va a resultar complicado encontrarlos; pero que no debo preocuparme porque no van a regresar a mi casa.
Entonces algo extraño ocurre. El inspector vuelve a preguntarme donde trabajo y cuando contesto “El burrito Feliz” aquí mismo en Pavilions. Él sacude la cabeza pareciendo recordar que ya se lo había comentado y entonces Brian lo mira y dice:
―No hagas como que no lo sabes ―y comienza a reír. El inspector que es por naturaleza rosado, se pone totalmente rojo, como un tomate y parece desear que el suelo lo trague.
―Yo…es que…no como comida rápida ―se disculpa, mientras Brian lo observa con cierta malicia.
¿Qué coño ha sido eso? ¿A caso han estado hablando de mí antes?
Hablan sobre el caso un poco más y antes de irse el inspector me dedica su extraña mirada una vez más; la cual vuelvo a fallar en interpretar. 
Brian insiste en llevarme en coche hasta el albergue. No sería necesario pues está en esa misma calle a unos tres minutos andando. Pero cualquiera le dice que no a un policía.
El albergue es uno de esos famosos bed and breakfats con forma de casita adorable para no romper la estética de Swords. Está exageradamente adornado con luces y letreros navideños y el resplandor de miles de colores mi deja sin respiración por un segundo. El gigantesco árbol de navidad reluce a través del cristal de uno de los ventanales.
Por dentro la casa no decepciona. Es tan acogedora y tradicional como el exterior.
Brian hace el check-in por mí. Quizá porque piensa que estoy demasiado traumatizada u…horror! Porque cree que mi inglés no es lo suficientemente bueno.
Me acompaña hasta la habitación.
―¿Estás segura de que no quieres una pinta? ―me pregunta con una sonrisa. Ya me lo había preguntado en el coche, pero el abuso del alcohol de los irlandeses, poco tiene que ver con mi persona. Por lo que vuelvo a negar con la cabeza. Lo último que me apetece en esos momentos es emborracharme.
―¿Y qué hay de eso que te has guardado en el bolsillo en tu casa? ¿Te apetece uno de esos?
Se refiere a la marihuana y ahora sí que no sé qué contestar.
―¿Es una pregunta con trampa? ―le digo y se ríe.
―Sí, es mi modus operandi. Convenzo al criminal de que se haga un porro y cuando lo hace, lo detengo ―se burla.
―Pensaba que yo era la víctima ―le recuerdo.
―Exacto, y en ese caso creo que la ley permite fumarse un porro y compartirlo con tu policía.
¿Mí policía? Ya estamos con los juegos psicológicos. Hago lo que me dice y nos lo pasamos. El rico olor llenando la habitación de un hostal. Normalmente no se me ocurriría hacer tal cosa pero me lo ha ordenado un oficial de la policía. Y eso es exactamente lo que voy a testificar si la dueña del hostal nos denuncia.
Brian me pide que le enseñe a decir lo que le chillé a Albertus Einsteinov cuando salió del salón. Que es, ni más ni menos, que “hijo de puta”. Su lengua irlandesa tiene dificultad para repetirlo; sobre todo la jota, y no puedo evitar reírme, mientras intento ignorar lo mono que es su acento. El insiste en repetirlo hasta que le sale bastante bien, y me siento orgullosa de su nueva y mejorada pronunciación de la palabrota, hace que me sienta conectada a él.
―Voy a utilizarlo cuando salga de fiesta ―me promete. Y la imagen de dos irlandeses teniendo una discusión y Brian chillándole “ihoou tse biutsa” me hace desternillarme de la risa.
Su teléfono vuelve a sonar. Son las doce y media de la noche, eso no puede tratarse de un amigo. Es una novia con todas las de la ley, y nunca mejor dicho. Me pregunto si ella es policía también y si por consiguiente tiene una pistola. Algo que no debería preocuparme pues Brian y yo no hemos hecho nada ilícito, restando el consumo ilegal de estupefacientes, claro.
Brian me anuncia que debe marcharse, corroborando la teoría de que se trata de su novia y de que esta posee una pistola. Una vez en el rellano vuelve a clavarme sus ojos azules y mis piernas se tambalean. Cinco segundos en silencio, mirándonos a los ojos, son demasiados y pesan sobre mi pecho acongojado.
―Mañana vendré a buscarte para llevarte a casa ―me anuncia y se marcha. Dejándome con una apabullante sensación de soledad.
A solas, repaso en mi cabeza todo lo ocurrido y rompo a llorar, deleitándome en el inflamado alivio del llanto, que poco a poco tornan el dolor del alma en el de ojos hinchados y garganta cansada; lo que a mi modo de ver es un gran trueque.
Al día siguiente Brian no es el que viene a recogerme sino una policía asiática y minúscula. Supongo que me siento aliviada, y a ese otro sentimiento de decepción, lo mando a hacer puñetas.
La mujer es simpática, a un nivel humano y no a lo Terminator. Me cuenta que han intentado robar más casas por los barrios vecinos a la misma hora que la mía, por lo que debía de tratarse de alguna banda organizada. A mí no me parece que Albertus Einsteinov pueda denominarse como “organizado” pero me lo callo. Lo admita o no estoy un poco deprimida por la ausencia de Brian. En mi cabeza imaginativa, ya me había montado varias historias románticas y divertidas. El problema de tener una imaginación como la mía es que la realidad nunca iguala la perfección o el horror de mis fantasías, constituyendo una constante decepción.
Pasaron tres días y he vuelto a meterme en la rutina de mi vida laboral. En casa, especialmente por las noches, me vuelve la paranoia, pero al menos no he vuelto a estar sola, pues la chica francesa ha vuelto de sus cortas vacaciones y también el polaco y eso me hace sentir reafirmada.
En el trabajo me enfrento a una obsesión de distinto cariz: la de ver a Brian paseando frente a mi restaurante; o al bombardeo de fantasías en las que viene a visitarme a mi trabajo. Pero debo admitir que son pura ilusión, pues el muchacho tiene mi número de teléfono, mi dirección y la de mi trabajo y aun no ha aparecido ni en una triste misión rutinaria de comprobar cómo se encuentra la víctima. Y no es que los policías de Swords estén muy ocupados, aquello no es Nueva York precisamente.
Caminando de vuelta a casa al final de mi tercer día, se me congelan las orejas e intento convencerme una vez por todas de que me imaginé todo lo ocurrido con Brian. Me recuerdo una frase que me gustó mucho y se convirtió en mi mantra para ocasiones de orgullo herido. Se trataba de una conversación entre dos escritores, maestro y aprendiz. El aprendiz escribe a su maestro obsesivamente y le pregunta porque ya nunca le contesta. El maestro se limita a contestarle lo siguiente, cuya traducción del inglés sería:
“Encaja el golpe en la mandíbula y sigue con tu vida”
No soy una fan del boxeo, pero la frase me pareció desgarradoramente hiriente y a la vez un gran consejo. Todo un detalle por parte del insensible maestro.
En estos pensamientos me encuentro al girar la esquina hacia una calle oscura, rodeada a ambos lados de frondoso árboles. Me arrepiento de no haber cogido el bus; pues aun me asusto con facilidad después de lo ocurrido, y la única iluminación de esa calle son las luces de los coches que pasan de forma intermitente.
El sonido de un claxon me hace saltar, pues mis nervios ya estaban crispados. Me giro y veo que uno de los coches a aminorado y me sigue el paso; el mismo coche que me ha pitado. Se me acelera el corazón y pienso en correr hasta que la ventanilla se baja y veo con más claridad al conductor.
Se trata de Brian.
Mi corazón no deja de vapulearme el pecho por dentro, cuando me siento a la izquierda de Brian. Simplemente lo hace por razones distintas. Y deseo que en la oscuridad del coche no pueda distinguir mi sonrojo.
Brian no se detiene  para entrar en la calle que lleva a mi casa sino que sigue de frente hacia el Airside. Una explanada enorme donde hay varias tiendas-almacén, el parking está totalmente desierto a esas horas. Y Brian se detiene ahí.
Me falta el aire. No sé si en Irlanda que un chico se aparque en algún lugar “privado” significa lo mismo que en España, pero supongo que estoy a punto de descubrirlo.
―No se nos está permitido utilizar los datos de una declaración para contactar con alguien, por eso no he podido preguntarte como estabas hasta que me he encontrado contigo por casualidad ―me había dicho Brian antes de aparcar. No sabía si creérmelo o pensar que había estado demasiado ocupado con su novia como para dedicarme un momento.
―¿Qué quieres del Starbucks? ―me pregunta ahora que estamos aparcados y me doy cuenta de que al otro lado de la calle hay un Starbucks pegado a un Fridays, y a mi derecha un McDonald’s. Tonta de mí, aquel no se trataba de en ningún lugar privado.
Brian vuelve con una tarta de queso y arándanos y un café. Me pregunta cómo me encuentro tras el trauma y me hace reír varias veces. Maldito sea, esa segunda vez me gusta aun más. La intimidad del coche y las luces navideñas de los almacenes del exterior, le dan un encanto único al momento y me siento como flotando en una nube.
La canción de Mariah Carey “Todo lo que quiero estas Navidades eres tú” suena en su radio y esta es la primera vez que no me resulta odiosa sino perfecta, por lo que me preocupa que mi cerebro esté sufriendo graves daños.
―Confiesa ¿El Burrito Feliz es tan sucio como su fama lo anuncia? ―me pregunta entre risas.
―Te contaré una historia de miedo. Una vez mi compañera dejó caer al suelo una bolsa entera de queso rallado. Simplemente se agachó y empezó a recogerlo del suelo y a ponerlo en la bandeja. Yo la miré y le dije. ¿Sabes que los clientes pueden verte por el hueco de las mesas calientes donde ponemos la comida para el exterior? Y ella me contestó. Sí, pero no ven el suelo. Digamos que hay una caja en el suelo.
Brian comprimiró los ojos y arrugó el morro disgustado por la historia. Y fingió que iba a vomitar.
―Desde entonces siempre que se nos cae algo al suelo decimos. Hay una caja en el suelo y lo recogemos y lo usamos.
―Eso es asqueroso ¿No te sientes culpable? ―me dice y me pellizca la tripa.
Adorable.
―Al principio sí y no hacía esas cosas. Después me di cuenta que los clientes de restaurantes de comida rápida se lo merecen. Me piden pajitas que no vienen con funda, mientras cambio la basura, simplemente para no mover sus culos, dejan que las toque con mis manos sucias. Ponen sus servilletas en bandejas claramente sucias con pegotes de kétchup y trozos de lechuga y sal; cuando tienen al lado una limpia y con mantelito. Te meten prisa aun cuando tienes mil pedidos. Y te digo una cosa, la comida es como el sexo: Si no lo haces lento y con esmero, mejor no lo hagas.
Me arrepiento al instante de haber mencionado esa palabra, pues resuena en el coche como fuegos artificiales. No había sido mi intención porque esa frase se me había ocurrido con mis compañeros meses atrás, y no me había dado cuenta de lo incómoda que resultaría entre Brian y yo.
Aunque él no parece incómodo. Sino que sonríe con la sonrisa de un hombre que ha sido herido por mi veneno. Tengo la suficiente experiencia como para saberlo. Le tengo en el bote. Y él a mí. Tenemos el mismo humor y el mismo nivel de inteligencia. La señal de PELIGRO se despliega ante mis ojos. Y me resigno a dejarme arrastrar.
―¿Cuál ha sido el cliente más raro que has tenido?
―Una vez a mi compañera se le acercó un hombre y se quejó de que su baguette estaba demasiado dura. Mi compañera le dijo “No hay problema, te la cambio” Y entonces el hombre le dijo “Pero quiero que la toques, está muy dura”
Nos reímos juntos. Aquella historia también era cierta. También le conté la vez que una mujer me devolvió una hamburguesa de un euro indignada porque no parecía sana.
―Y me dijo “No creo que esto sea sano”, y yo no supe que pensar de la vida después de eso, quiero decir, si una hamburguesa de un euro no es sana ¿qué lo es? ¿una manzana?
Brian se rie ante mi sarcasmo.
―Siento decirte esto, pero soy irlandés y me gusta la comida rápida ―confiesa―. Y esto no siento decirlo porque te lo mereces por mala, pero hueles como una hamburguesa gigante.
―Acabo de terminar un turno de nueve horas ―me defiendo un tanto avergonzada. Y me dispongo a bajar la ventanilla de mi puerta. Brian se inclina sobre mí para detenerme.
―Era un cumplido ―se burla, sus ojos azules muy cerca de los míos―. No hay nada que a un irlandés le guste más que una hamburguesa.
Y me besa. Y es perfecto. Pues él no huele a hamburguesa sino a alguna maravillosa fragancia masculina creada por el demonio para tentar a pobres mujeres. Y por esa bendita alta temperatura corporal varonil, que es probablemente el mejor rasgo de su especie.
Su teléfono nos interrumpe, recordándome a su probable novia como una bofetada en un moflete frío.
―Mierda, tengo que comprar algo para el coche de mi padre, se me había olvidado ―dijo, volviendo a cambiar mi humor. Vuelvo en cinco minutos, dijo corriendo hacia uno de los almacenes del Airside  que al parecer aun estaba abierto.
El problema es que se deja su móvil en el asiento y como acaba de usarlo aun no se ha bloqueado. Tengo solo un segundo para decidir y mi mano agarra el dispositivo antes de que mi conciencia le de el permiso. Necesito saber si tiene novia, porque me gusta demasiado. Así que voy directa a sus mensajes y no encuentro nada incriminatorio, ni ningún nombre de chica que se repita rencientemente. Pero veo uno del Inspector rojizo, su jefe y lo abro preguntándome si habrán dicho algo más de mí.
Ojalá no lo hubiera hecho.
De: Jefe John
Brian maldita sea, puedes controlar a esos matones imbéciles. ¿Cómo puedes haber permitido que entraran en la casa de esa pobre chica? ¿Quién sabe lo que podría haber ocurrido?
Se me pone la piel de gallina. Con dedos temblorosos deslizo la pantalla para ver la respuesta de Brian.
Ya le he dicho al idiota ese de Marius que se acabó nuestro trato. El muy imbécil no entiende inglés. Le dije que fuera al número 32, que la familia estaba de vacaciones en la India. Y se equivocó de casa.
            Mi corazón se había detenido. Me sentía como si me hubieran pegado un tiro. Acaba de descubrir que dos policías de alto rango estaban compinchados con ladrones de casas.
            Borra estos mensajes inmediatamente. Y controla tus actividades, maldita sea.  
            Era el último mensaje del inspector.
            Y yo…¿cómo iba  a borrarlos de mi cabeza?
 
Beca Vie
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
           
 
 
 
 
 
 
Publicado por Unknown
Etiquetas: beca, navidas, relato

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy entretenido y muy bien cnotado, como si yo mismo lo estuviera viviendo. Great job!

23 de diciembre de 2013, 14:21
Unknown dijo...

Hola! Muy buen relato, me ha gustado mucho.
Te deseo una muy feliz navidad!
Besos.

Pau.

24 de diciembre de 2013, 22:36
Unknown dijo...

Muchas gracias Paula por leer y comentar. Un abrazo. Feliz año.

1 de enero de 2014, 22:45

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